Se trata de una receta de pobres, a base de grasa de pollo y harina, embuchados en la piel del cuello del animal, que se cosía por los extremos (aunque con el paso del tiempo consiguió hacerlo con palillos atravesados cuyas puntas llegaban a arder en el horno). Después de horneados, esas mini-embutidos caseros se sofreían con abundante cebolla y no tardaban en llegar a su destino final, en la boca agradecida de mi padre. Supongo que para él aquella sensación tenía un valor equivalente al olor de las magdalenas de Proust, recordándole un universo que hablaba idish y tenía el tacto de los pergaminos de la Torá.
Nosotros, los hijos, la generación nacida en la Argentina, «Tierra de las Carnes Rojas», con nuestra dosis de lípidos más que superada, nos asomábamos con extrañeza a tanto deleite con tan poca sustancia. Pero el paso del tiempo nos enseñó a apreciar y gozar de la verdadera naturaleza milagrosa de una receta que traspasaba fronteras de espacio y tiempo, para inculcarnos (de la manera más agradecida) los valores -tantas veces invisibles a ojos foráneos- de una vida judía: el placer a partir de las materias primas más sencillas y a menudo despreciadas.
Han pasado demasiados años desde entonces y el sabor del «helzale» aún perdura en la memoria de mis sentidos, pese a no haberlo vuelto a probar en decenios, y nunca como las que hacía mi madre para mi padre, y que yo y mis hermanos (a escondidas) birlábamos del plato “sin que nadie se diera cuenta”.
Para la próxima Jorge nos deleitará con alguna de sus delicias musicales.