Abuelita hacía como diez o doce panes redonditos para cada Shabat. Cuando acababa o venía el recadero con su plancha de madera, y mi abuela los colocaba encima y los tapaba con un trapo blanco impoluto. El recadero, un niñito árabe que ayudaba a mi abuelo, se colocaba la plancha en la cabeza y los llevaba al horno «casher» de Tetuán. Los traía recién hechos a las dos o tres horas de la misma manera como se los llevaba, sobre la cabeza.
Nuestro pan del Shabat era un redondo y alto (de unos veinticinco centímetros de diámetro), cuyo color no era blanco sino gris amarronado y ¡tenía un sabor exquisito! No he vuelto a probar un pan igual. Siempre recuerdo a mi Abuelito partiendo ese maravilloso pan y diciendo el “Amotzi” (bendición del pan)
También hacía las tortitas, que era otra delicia del Shabat. Las hacía planitas y redondas, de diez o doce centímetros de diámetro. Al acabar de amasarlas las pellizcaba en redondo de afuera hacia el centro dejando huequecitos. Estas maravillas eran hechas a una velocidad increíble. A veces Abuelita me dejaba que la ayude, pero, mis tortitas nunca me salían tan perfectas como las suyas, que siempre le salían todas iguales.
Nunca me olvidaré de las tortitas de Abuelita. Eran riquísimas. Las tomábamos para el desayuno o la merienda del Shabat untadas con mantequilla, queso, miel o mermelada ¡Y eran como un vicio! Me comía tres o cuatro seguidas ¡como si nada!»